La cultura no escapa al proceso de la globalización
que se adelanta en el planeta. Por lo tanto, las naciones deben desarrollar políticas
culturales acordes con las nuevas transformaciones, con el fin de impedir ser
en su totalidad absorbidas o marginadas por los Estados económicamente
más fuertes, quienes poseen la infraestructura necesaria para condicionar
las preferencias del consumidor e imponer sus productos culturales.
Un buen ejemplo para entender la globalización,
lo encontramos en la expansión masiva que han vivido las telecomunicaciones
en los últimos años, donde el proceso de unificación y/o
articulación de empresas productivas, sistemas financieros, regímenes
de información y entretenimiento, ha sido contundente. El problema de este
sistema integrador se presenta cuando, al producir para todos las mismas noticias
y parecidos entretenimientos, se crea por todas partes la convicción de
que ningún país puede existir con reglas diferentes a las que organiza
el sistema - mundo.
Convertida en ideología, en pensamiento
único, la globalización implica la imposición de la unificación
de los mercados, y los Estados pobres se ven obligados a entender cualquier pretensión
estética propia, cualquier reconocimiento de diferencias que no sean las
que existen entre clientes según la determinación de los países
hegemónicos -, como disidencias que no pueden entrar en la organización
mercantil y aunque la globalización se entienda como la interacción
de todos los países, de todas las empresas y de todos los consumidores,
es un proceso segmentado y desigual, porque si bien, por una parte unifica e interconecta,
por la otra excluye y dispersa.
Lawrence Grossberg, expresa que esta unificación
mundial de los mercados, tanto materiales como culturales, es una máquina
estratificante, que actúa no tanto para borrar la diferencias sino para
reordenarlas con el fin de producir nuevas fronteras, menos ligadas a los territorios
que a la distribución desigual de los bienes en los mercados, lo cual aclara
un poco, el apelativo de segregador que hemos atribuido al llamado “proceso globalizador”.
Los países latinoamericanos, aunque no
están actualizados en tecnología para la industria editorial, audiovisual
y en las innovaciones en el campo de la informáticas, forman junto con
los espectadores españoles y los treinta millones de hispanoparlantes en
Estados Unidos, uno de los universos idiomáticos más amplio y con
mayor capacidad de consumo de industrias culturales en el mundo.
La preferencia de los latinoamericanos por productos musicales, periodísticos
y televisivos propios, ha favorecido la producción interna de estos mensajes
y la proliferación de profesionales especialistas en artes e industrias
culturales, a través de la creación de nuevas escuelas de cine,
periodismo y comunicación.
La unidad lingüística de los países
latinoamericanos, es una de sus principales fortalezas para enfrentar mejor y
ganar una buena posición en los mercados globales. Lamentablemente los
Estados involucrados en este desarrollo, muestran escaso interés.
En aprovechar esta oportunidad, y en las reuniones
donde se tratan las políticas culturales, se habla de todo menos de las
industrias de símbolos. La negligencia para abordar este punto de la economía,
se explica porque “gobernar se ha reducido ha administrar un modelo económico
impuesto, que asume lo global como la subordinación de las periferias a
un mercado omnipotente”.
Los Estados subordinados, deben trabajar conjuntamente
para defender, fortalecer y proyectar su identidad y patrimonio cultural, con
miras a lograr una mejor participación en esta competencia desleal.
El Estado es responsable de los destinos que sus
producciones culturales afronten, sin embargo, la existencia de un destino presupone
la presencia de un sujeto que lo viva. Por lo tanto, las naciones son responsables
de crear las condiciones necesarias para la difusión de su cultura, así
como también de construir un ambiente y unos espacios pedagógicos
propicios para que estas manifestaciones florezcan.
Los bienes culturales, no pueden desaparecer en
la uniformidad que pretende olvidar y esfumar lo distinto, no pueden reducirse
a mercancías de masas. Los países latinoamericanos, también
deben integrarse y promover intercambios culturales que fortalezcan su arraigo
y soberanía cultural.