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Pertinencia e independencia cultural
Desde el momento en que la naciente Iglesia llegó
a la conciencia del mandato evangelizador universal del Señor Resucitado
de anunciar el Evangelio a toda criatura (Mc 16,15), de ir a las gentes de todas
las naciones para hacer de ellas discípulos suyos (Mc 28,19), de ser sus
testigos hasta los confines de la tierra (Hech 1,8), también adquirió
conciencia del deber misionero y de la necesidad de proclamar las maravillas del
Señor (hrgeia tou Qeou) en todos los lenguajes conocidos. Esa imborrable
conciencia eclesial es la que se significa en el relato fundante de Pentecostés
(Hech 2, 8-12).
Solo que hablar la diversidad de lenguajes con
miras a la evangelización de los pueblos no se resuelve en términos
de idioma ni de glosolalia carismática. Es tomar en cuenta que el anuncio
de la buena nueva del Reino debe hacerse a personas y comunidades de lugares y
de tiempos concretos, de mentalidades determinadas, de usos y costumbres muy diversificados,
de experiencias humanas y religiosas muy variadas, en horizontes de comprensión
tan ricos como las tradiciones culturales y las cosmovisiones de las diversas
familias étnicas. El relato de Pentecostés se detiene a proporcionar
el catálogo de las principales familias culturales que para entonces conformaban
la llamada oikoumenh.
En efecto, el diálogo jamás interrumpido
de Dios con toda la humanidad es el que ha devenido categorial en la Palabra que
se hizo carne. Y la Palabra que sea tal, no tiene destinatarios universales ni
abstractos sino hombres y mujeres ahí, en sus propias condiciones y circunstancias
de vida. Por eso el lenguaje en el que se proclama la buena nueva del Reino no
es solo el idioma, sino la suma de las categorías antropológicas,
sociales, culturales, ambientales propias de las personas a quienes está
dirigida la Palabra interpelante. Más aún, son las mismas categorías
y tradiciones antropológicas, los sistemas sociales y las vivencias culturales
de los pueblos las que el Evangelio aspira a tocar, purificar y transformar. Ello
indica que la recepción real de las culturas en el proceso de evangelización
es la que puede llamarse con verdad inculturación, que no sea un anunciar
externo, acaso efímero y pasajero.
Nace de ahí el genuino dia-logos entre
Evangelio y culturas y civilizaciones de los pueblos. Diálogo tendiente
a la puesta en situación del Evangelio en una cultura dada, de donde resulte
la evangelización en todo el ámbito en que el hombre es hombre y
la mujer es tal, vale decir, historia y tradición, civilización
y cultura, técnica y política, sistemas sociales y económicos,
usos y costumbres, cosmovisiones y filosofías, lenguaje y folclor: “Para
la Iglesia no se trata solamente de predicar el Evangelio en zonas geográficas
cada vez más vastas o a poblaciones cada vez más numerosas, sino
de alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio,
los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de
pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad”
En contraste con esta lúcida conciencia,
quizás el obstáculo mayor que ha encontrado la evangelización
es el estrechamiento indebido de la dimensión universal del Evangelio,
destinado a todas las personas de todas las culturas y de todos los tiempos. Tal
estrechamiento conduce a hipotecar el Evangelio a unos determinados grupos humanos
y a unas determinadas culturas, produciéndose entonces no sólo una
parálisis evangelizadora, sino una censurable identificación del
Evangelio del Reino con los principios dados, los valores en uso y los sistemas
de vida y de representación de una sola cultura determinada.
No ha sido fácil para los evangelizadores
superar los callejones sin salida a que conducen, tanto la transculturación
opresora, como la aculturación ingenua. La primera traslada de modo hegemónico
las determinaciones de valor y de uso de una cultura a otra, con lo que la evangelización
llega a ser medio invasor de las culturas de unos pueblos a otros, tratándose
por lo general de la colonización cultural de los pueblos fuertes por sobre
los débiles y de los antiguos por sobre los jóvenes. La segunda
genera un empleo acomodaticio, periférico y externo de ciertos elementos
culturales de un pueblo con respecto al Evangelio, llegándose a simple
agregación o yuxtaposición de partes, elemental acomodación
o mínima adaptación, pura traducción o utilización
periférica de elementos culturales, mezcla profusa y muchas veces confusa
e indigesta.
El principio complejo de destinación del
Evangelio a todo pueblo, civilización y cultura y de independencia del
Evangelio respecto a ellos es regla de oro en términos teóricos
que, por desgracia, no han sido operativos en términos prácticos.
Porque, en efecto, superado en el Concilio de Jerusalén el litigio cultural
de Pablo con Pedro y asentado el principio glorioso de la independencia del Evangelio
respecto a la misma matriz cultural del Evangelio (Hech 15, 1-35), en la práctica
se ha evangelizado como si nadie pudiera ser cristiano sin ser culturalmente judío.
Más tarde llegará a pensarse que nadie puede ser cristiano sin ser
culturalmente europeo; que nadie puede ser cristiano sin determinarse por la cultura
occidental; que nadie puede ser cristiano sin asumir el comportamiento teórico
y práctico que impone una cultura dominante. Hay que mantener viva la memoria
de los imperialismos culturales que acompañaron la evangelización
de América y de Africa y la legítima refracción de Asia,
no tanto al Evangelio, sino a su sobredeterminación cultural occidental
y europea.
En este último contexto, la evangelización
y el accionar de la Iglesia han merecido el reproche amargo de haber sido o de
ser agentes de penetración cultural y de avasallamiento injusto y opresor
de las culturas de los pueblos en nombre del Evangelio y heraldos, entonces, no
de la buena nueva de salvación liberadora, sino propagadores de las estructuras
culturales y sociales de amos despóticos y de avasalladores metropolitanos.
La imagen abochornada de un papa que ofrece disculpas a los pueblos americanos,
eslavos, croatas, árabes y griegos debe ser punto de partida para enderezar
y corregir. En cambio, quién esperara que en pleno alborear de siglo y
de milenio, en pleno declinar de la modernidad, en el tardo ocaso de las metafísicas
de Occidente, en el sintomático erosionarse de las culturas de la razón
pura, la misma Iglesia acuda con bríos inesperados a apuntalar una cultura
en decadencia, como si la razón occidental, su objetivismo cognitivo y
moral, su filosófico formular, su “orden” cultural fueran parte indisoluble
o elemento imprescindible de la buena nueva del Reino
Sobredeterminación cultural del Evangelio
Una determinación cultural del Evangelio
es nota consustancial al mismo y a la encarnación de la Palabra de Dios
en la historia, dado que “lo que no es asumido no es redimido”, como dijeron los
Padres. La carne (sarx) de Dios en la historia es el asumir por su parte toda
la realidad en la que el hombre es hombre, es decir, todos sus determinantes naturales,
culturales y sociales: esa y no otra es la cabida real de la inaudita formulación
joanea “el Verbo se hizo carne”.
En cambio, una formalización definitiva
y una perennización del entorno cultural en que el Verbo devino carne fue
la que pretendieron quienes identificaron a Cristo y su mensaje con los determinantes
mismos de la cultura judía, produciéndose entonces una primera sobredeterminación
del Evangelio en términos de cultura judía. El mismo Evangelio retrata
a estos agentes transculturales con el mote de “judaizantes”, para quienes se
trataba de perennizar para exportar a lomo de Evangelio los usos y valores de
la cultura judía a todo particular o colectivo étnico que se evangelizara.
Pablo, el Apóstol de las naciones gentiles,
no sólo fue quien penetró la hondura, largura y profundidad del
misterio soteriológico de Cristo Señor, sino quien luchó
por el primado de toda conciencia frente a la ley mosaica; por la libertad del
bautismo frente a la pertenencia étnica operada por la circuncisión;
por la precariedad del templo y sus rituales frente a la ofrenda de la fe; por
la sustitución del código ritual (sacrificios y libaciones, alimentos
puros, ayunos y diezmos) por el amor y la justicia; por la superación de
las genealogías y prosapias ante la vocación universal de todas
las naciones; por la abolición del primado cultural de Israel frente a
la cultura de los pueblos helénicos; por el acabarse de la discriminación
sexual y social entre hombres y mujeres, entre esclavos y libres.
Y sin embargo, la primera sobredeterminación
cultural del Evangelio galopa todavía en la Iglesia veinte siglos después
en formas endurecidas de estructura patriarcal, de exclusión de la mujer,
de cosmovisiones naturistas precientíficas, de historización de
los lenguajes mitológicos, de ética de los diez mandamientos, de
sacerdotalizaciones y laicizaciones, de contraposiciones entre sacro y profano,
de ayunos y abstinencias, de diezmos y ritos, de grave sobrecarga del Antiguo
Testamento para irrisión del Nuevo.
Es, además, bien conocido ese otro impacto
cultural del Evangelio, por cuenta esta vez de las culturas helénicas.
Jamás será censurable que el Evangelio y el cristianismo se hayan
hecho griegos con los griegos. Lastre es, en cambio, la sobredeterminación
cultural helénica que arrastra por siglos el mensaje evangélico
por cuenta de la filosofía de la idea, primero, y de la filosofía
del ser, después, que son como el baluarte y la síntesis de las
culturas helénicas y griegas que gestaron a Occidente.
En semejante contexto Dios devino explicación
del movimiento del no ser al ser, o acto puro de ser, o idea subsistente, o garante
legal, o soporte social. Jesús de Nazaret fue convertido en substrato lejano
de una metafísica esencialista y de unas tesis arregladas sobre la encarnación
del Verbo. El hombre terminó en un compuesto definido por la supremacía
de su alma inmortal, cuando no por su materialidad o por su ser para la muerte
o por su absurdo. El mundo corpóreo fue cárcel provisoria de espíritus
encarcelados. El conocer fue una representación mental del objeto mediante
procesos acumulativos y normativos que se preceptúan casi que con el rigor
de una matemática. El destino último de la criatura racional se
propuso como visión intelectual beatífica de la divinidad. El placer
fue un peligro. La cruz, un destino inexorable. El sacramento, una composición
hilemórfica. La sociedad y la Iglesia, sistemas de cultivo de unas relaciones
asimétricas y jerarquizadas. La fuente de bondad o maldad moral, una ley
natural fija y estática. Las diferencias y particularidades, una totalización
aséptica y universal apuntalada en la distinción entre esencias
necesarias y existencias contingentes.
A nadie se oculta, además, el choque cultural tan profundo que la sobrederminación
occidental y europea del Evangelio produjo en los pueblos descubiertos o invadidos
de América. Jamás será censurable, sino timbre de gloria,
la evangelización de nuestros pueblos, en tanto que la más desprevenida
conciencia dirá que el Evangelio del Reino fue agente de penetración
cultural de la Europa que nos conquistó y del Occidente que nos sometió.
Sus puntales fueron el capitalismo incipiente, la unificación política
bajo el pacto de Castilla y de Aragón, el catolicismo como aglutinante
político y cultural al servicio del Estado, la cristiandad que borra diferencias
entre el ser miembro de la Iglesia y ciudadano del Imperio, la contrarreforma
no dialogante sino intolerante, la hegemonía de la cultura del colonizador
y del evangelizador, la conversión como proceso de occidentalización
y de europeización, la valoración de lo nuevo en cuanto reedición
de lo viejo: Nueva España, Nueva Pamplona, Nueva Granada, en una bien conocida
dinámica por la que lo otro viene a ser lo mismo.
Por fin, el Evangelio divino de Jesús se
debate hoy, por cuenta de sus anunciadores, entre la sobredeterminación
de la adveniente cultura mercantilizada y globalizada y los descomunales empeños
por resistirla porque van de por medio la vida y los intereses sociales y culturales
de los pobres y de los pequeños. Nuevas teologías de derecha, antípoda
de las teologías liberadoras, enlazan el Evangelio y el cristianismo con
la tarda modernidad capitalista, cuyos ingredientes de neoliberalismo ideológico,
de neocapitalismo económico y de nueva derecha política pretenden
constituirse en matriz social y cultural de todos los pueblos, religiones, razas
y culturas en la síntesis englobante y universal del mercado. Tal síntesis
escatológica nos cobijará para desventura de todos como demandantes
y oferentes, productores y consumidores, ahorristas e inversionistas, patrones
y trabajadores: toda la humanidad pretende ser unificada en la aldea global, en
el mercado global, en la cultura global, en el estado universal y homogéneo,
en el triunfo definitivo de la idea liberal, con que se llegue al final de la
historia y al último hombre.
Demasiado sombrío fuera el panorama cultural
de los pueblos y las nuevas gestas del Evangelio del Reino, si al comienzo del
siglo y del milenio no se abrieran los horizontes de la cultura popular emergente
de los pobres, así como los lineamientos críticos y lúcidos
de la llamada cultura de la postmodernidad.
Quizás aprendiendo de su propia larga historia
de inculturación genuina, pero también de sus errores de ingenua
aculturación y, sobre todo, de perniciosa trasculturación la Iglesia
como organismo viviente de evangelización sea más lúcida
hacia adelante para evangelizar las culturas sin reproducir el sistema.
* Doctor en Teología.
Eclesiólogo. Docente Universidad Javeriana.
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